Ha vuelto a fallarse.
Lucha, coge aire. Se mira al espejo y se anima a sí misma.
Baila desnuda por toda la casa e intenta quererse un poco. Recoge las flores que nunca le regalarán y llora por todo aquello que no perderá. Por una parte bien, por otra parte mal; no consigue dejar de contradecirse.
Demasiado blanco, el suficiente negro.
Intenta averiguar qué es lo correcto pero sólo encuentra grises.
Se finge a sí misma una sonrisa, se finge libre, se finge bien para darse importancia. Gira la cabeza cuando le gritan por la calle y le saca la lengua a los monstruos.
Echa la vista atrás cuando ve que se le acaba el día y el tabaco y la inocencia y la vida y siente pánico de desaparecer.
Me mira a mí y me dice que por qué no la desperté antes pero yo también había estado dormida.
Nacimos y en un segundo ya estábamos muertas.
No vivimos nada y aún así nos dio tiempo a hacer todas aquellas cosas que, estúpidas o sin importancia, bonitas o correctas, se suponía que teníamos que hacer en esta vida.
Sonreímos, corrimos, trepamos a los árboles, aprendimos cosas que no queríamos aprender, vivimos dentro de los libros, lloramos con algunas canciones, nos manchamos las rodillas de barro y la boca de chocolate, y luego los ojos de rímmel y los pulmones de humo; peleamos, gritamos por aquello que creíamos justo, mentimos, la cagamos, amamos y nos rechazaron, nos quisieron cuando ya no quedaba nada; nos perdimos.
Nos perdemos.
He estado largo tiempo sumida en ese estado de anestesia que proporcionan a partes iguales la  salida por la puerta de atrás de la rutina y la nostalgia de lo no-vivido.
He tenido que poner la alarma del despertador y abofetearme a mí misma; luego me miré al espejo y suspiré al comprobar que todavía era de carne y hueso.
Un poco más pálida, un poco más flaca, un poco más  fuerte.
Pero yo, al fin y al cabo.
He dejado que el maquillaje se borrara poco a poco de mi rostro; quien dice maquillaje, dice cicatrices.
Había estado drogada, enganchada como a la cocaína por ese círculo vicioso de arrancarme las costras y lamerse las heridas.
Ella me dijo que al menos tendría que dar tiempo a mis ruinas para reconstruirse, pero no la hice caso.
Por lo que veo, sigo igual. Ha pasado un año, en el que tomaba aliento para empezar la carrera contra, ¿contra qué? Contra mí.
Pero si para correr no hay que coger aliento, me dice. Pero si el aliento es para no ahogarse, y de qué nos sirve.
Ha pasado un año, ¿cómo no me di cuenta? Siempre supimos que las agujas del reloj nos sacaban ventaja. Y tú perdiendo el tiempo recogiendo flores y secando lágrimas.
No importa. Por ahora, todo bien.
Strawberry fields forever.
Por lo que veo (aunque no por lo que siento), sigo siendo yo. Menos arriesgada, más desengañada.
Pero aún  me brillan los ojos cuando me dicen cosas bonitas y no me importa mancharme las rodillas de barro.

Sujeto su cuerpo entre mis manos. Su cuerpo cálido y pequeño. Y frágil. E inocente. Mis manos callosas y llenas de cicatrices.
No pensé que se pudiera desear con tanta fuerza que alguien se quedase a tu lado y se alejase a la vez. Del hambre. De esto que ha quedado y que no son más que ruinas. En la calle y en el alma.
Después de todo, sólo quedó el abandono. La cama vacía, los labios cortados, el frío y la bilis.
Luego, llegó la monotonía.
El suicidio de los locos.
La droga de los suicidas.
La monotonía, que llega, te arrastra y te vuelve gris.
Como la ceniza y la rutina y el humo del cigarro y las arrugas y el silencio que precede a la tormenta y la nostalgia y el hedor a muerte.
Como todo lo que queda cuando ya no queda nada.


Lo hice porque todos me dijeron que no lo hiciera.

Lo hice porque al final Chobsky tenía razón. Porque las cosas cambian, los amigos se van y la vida no se detiene por nadie.

Lo hice porque todo estaba un poco aburrido desde que te fuiste y no quedaba tabaco y la inspiración se había ido con el otoño y John no estaba ahí para decirme que todo saldría bien, porque si no está bien, no es el final.

Lo hice porque la lluvia se había llevado todo lo bueno que había y ahora sólo quedaban ruinas y cicatrices y flores muertas y vacío y los posos del café en el fondo de la taza.

Lo hice porque pensé que sentiría tristeza o angustia o desamparo, pero lo cierto es que no sentía absolutamente nada.
Ya no sé sobre qué escribir.
El tren llamado La Realidad ha pasado por delante de mí, despeinándome, como burlándose de mí mientras giraba la curva del túnel. Y dentro de los vagones, ahí, mirándome. Los hijos de puta.
No sé qué coño estoy haciendo aquí.
Me he despertado de repente, con la respiración agitada y un mal presentimiento. Las hostias que me han dado, y que me he dado, y ese "¿Qué voy a hacer?" han sido la alarma del despertador.
Joder, con lo bien que estaba yo dormida.

He venido para decirte que me marcho.
Y ya está. Y me lo dijo así, como esperando a que le dijera algo o a que le soltara una hostia, no lo sé.
Y me cagué en él, y en sus besos, y en Dios, y en su olor inundando todo y en sus putas ganas de hacer siempre lo correcto y venir y decirme que se marcha.
Me vio maldecir durante un rato, por dentro. Y luego se dio la vuelta.
Y me sentí a mí misma ahí, parada, acuchillándome con sarcasmo por dentro, porque, "joder, podrías haber dicho que ibas a por tabaco".
Yo, la de las jodidas historias de amor.
Cuidado con dónde pones el adjetivo.
Me sentí estafada. Oye, porque yo no noto mariposas. Noto jodidas termitas.